martes, 6 de junio de 2017

Sgt. Pepper, el rock (y el mundo) de mi adolescencia

Enrique Ubieta Gómez
Sí, por supuesto, estuve en el concierto que conmemoró en La Habana el medio siglo de vida de uno de los álbumes emblemáticos del siglo XX: Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band (1967) de Los Beatles. Yo tenía ocho años cuando apareció, así que no puedo considerarme parte de aquella generación de jóvenes rebeldes, pero cuatro o cinco años después —ya desintegrada la banda, pero apenas iniciado el mito—, era un adolescente de la Secundaria Básica Guido Fuentes, en el Vedado, que junto a sus amigos de aula escuchaba discos de vinilo o grabaciones de cinta traídos “de afuera” por algún padre complaciente. El tiempo en la primera adolescencia es lento, viscoso, así que nos sobraba para sentarnos en el piso, y disfrutar de aquella música —que ensordecía e irritaba a las abuelas, a los padres que la habían traído y a los vecinos— al máximo volumen. Para qué contar lo que todos los (que son o fueron) adolescentes saben: imitábamos con las manos el supuesto golpear del baterista y los alardosos punteos de la guitarra “líder”. Mi pésimo inglés y mi incapacidad para afinar me mantuvieron ajenos a las letras.
No eran solo los Beatles, estaban los Rolling Stones, pero más a mi gusto de entonces —un gusto conformado por padres desconocedores que compraban en tiendas del extranjero, en cortas visitas de trabajo, lo que los vendedores sugerían, y por grupos “no oficiales” de rock que pululaban en la ciudad—, se ajustaban Led Zeppelin, Chicago, Santana, Sangre, sudor y lágrimas (Blood, Sweat & Tears), Aguas claras (Creedence clearwater revival), Deep Purple, Simon y Garfunkel y alguna que otra banda o combo asociados por lo general a una o dos piezas de éxito, como Iron Butterfly y aquella interminable canción llamada “In a gadda da vida” (1968). Para mis padres, pertenecientes a una generación inmediata anterior al boom rockero de los 60 y 70, aquella música era escandalosa. Hoy, muchas de aquellas canciones —y no hablo de los Beatles, cuya obra ha sido interpretada por orquestas sinfónicas— pueden ser acogidas en versiones instrumentales por Radio Enciclopedia.
Por algún extraño designio compensatorio se difundían en la radio cubana los más banales grupos y cantantes españoles —espacios radiales como Nocturno o Sorpresa nos los clavaron en la memoria afectiva—, algunos mejores, otros infames. El segundo de esos programas fue más selectivo en la producción de sus emisiones. En ellas también aparecía la música de Serrat, cuyas letras enormes, hermosas —algunas de poetas fundamentales como Machado y Hernández—, acostumbrados como estábamos a las vacías, volátiles, de otras agrupaciones de moda, parecían sobrepasar la melodía. La Massiel —dándole voz a Aute— insistía en que era más fácil encontrar rosas en el mar que un bello amor, o que se escuchara su pedido de libertad. Silvio, sin embargo, sostenía que la era estaba pariendo un corazón.
Unos años después —tendría 17 o 18 años y aún cursaba el Pre—, publiqué una entrevista a Franco Carbón, el locutor de Sorpresa —en coautoría con el poeta Osvaldo Sánchez Crespo—, en El Caimán Barbudo. En 2016 visité en Barcelona una extraña exposición de carátulas de discos de vinilo de los años 70. Durante el franquismo, cada disco comercializado en España era revestido con una carátula parecida a la original pero diferente: los desnudos eran suplantados o cubiertos pudorosamente. La exposición presentaba, una al lado de la otra, la versión anglo y la española. Pude comprobar que para mis coetáneos del Estado español, el universo sonoro que los acompañó en los años de iniciación amorosa se parecía al nuestro, pero ellos no tuvieron a los Van Van.
Los segundos 60 y primeros 70 del siglo XX fueron convulsos: el mismo año en que se editaba el extraordinario disco de Los Beatles, asesinaban al Che Guevara en Bolivia. Recuerdo que fui a la Plaza de la Revolución de la mano de mis padres, y no puedo vanagloriarme de haber tenido la suficiente madurez para entender a plenitud lo que ocurría, pero la emoción es como la electricidad, no repara en edades. Y deja huellas. La década de 1965 a 1975 fue turbulenta, pero ¿cuál no lo ha sido en nuestra época?: en los Estados Unidos se intensificaba la lucha contra el apartheid a la comunidad afroamericana y contra los atropellos a los homosexuales, considerados como enfermos mentales —hitos en esa lucha fueron el asesinato de Malcolm X (1965) y de Martin Luther King Jr. (1969), la creación del Partido Pantera Negra de Autodefensa (1966 – 1982), que tuvo un episodio internacionalista en la guerra de Argelia, los disturbios de Stonewall (1969), un club de homosexuales que repelió a tiros una redada policial—, y las protestas, cada vez más intensas contra la intervención estadounidense en la guerra de Vietnam, en la que se experimentaron armas químicas y se emplearon los más modernos aviones de guerra. El movimiento hippie en los Estados Unidos retaba al sistema, pero su rebeldía fue progresivamente encerrada en islotes de sexo, música y drogas. John Lennon, sin embargo, ya en solitario o junto a Yoko Ono, siguió retando a los poderosos y nos legó, entre otras canciones, ese himno que es “Imagine” (1971), hasta que fue asesinado en Nueva York. Hoy nos acompaña, sentado en un banco de un parque del Vedado, en La Habana. Y en muchas casas cubanas —como en la mía— hay un grabado de Ares, en el que aparecen juntos los rostros de Lennon y del Che.
La proyección del imperialismo, a escala universal, fue igualmente traumática: los disturbios de mayo en París (1968) y la masacre de estudiantes en Tlatelolco, México (1968), el triunfo electoral de Allende en Chile (1970) y el golpe de estado de Pinochet, auspiciado por el gobierno estadounidense (1973) que extendió o mantuvo dictaduras militares en todo el Cono Sur y auspició la llamada Operación Cóndor, y su secuela de crímenes de lesa humanidad, el asesinato de Amílcar Cabral (1973), el inicio de la intervención sudafricana en Angola, recién liberada, y de una larga guerra en la que intervendrían de forma decisiva y solidaria cientos de miles de internacionalistas cubanos (1973), la victoria vietnamita y la reunificación del Norte y del Sur en un solo estado (1975), marcaron esos años.
Mi visión era la de un adolescente de la capital, en los primeros 70. No me permitían tener el pelo ni discretamente largo —ni la Escuela, ni mis padres—, aunque a veces lográbamos burlar el límite exigido, sobre todo en los períodos de “escuela al campo”, del que regresábamos con la aureola de haber sobrepasado una prueba de “adultez” y una novia nueva (del campamento vecino, ya que estos no eran mixtos). Recuerdo a un compañero de aula que se mojaba mucho el cabello y lo peinaba de atrás hacia alante, para luego cubrirlo con una gorra. El truco le duró unos meses, pero al fin fue descubierto y enviado sin compasión a la barbería. El hijo de un diplomático anglo (no sé de qué país) empezó a asistir a clases en nuestra Secundaria. Hablo de los años 71 o 72. Era muy rubio y tenía un corte de pelo similar al del Príncipe Valiente. Un joven profesor de inglés de mi curso discutió con él en su lengua frente a todos los alumnos, sobre la pertinencia o no de llevar el pelo largo, una discusión sin dudas absurda, prevista por el profesor para impresionar —así lo entendimos todos— con su solvencia en ese idioma, a las muchachas de la Escuela.
No podía saber en aquellos años de mi adolescencia que los revolucionarios cubanos —hombres y mujeres de su tiempo— empeñados en construir una sociedad más sana y un hombre/mujer “nuevos” cuya realización individual no fuera ajena y menos aún opuesta a la colectiva, atenazados a veces por carencias culturales, compartían el sentimiento homofóbico de las sociedades machistas y algunos gustos mediocres heredados del pasado. Como en cualquier otro país —aunque es cierto que la Cuba justiciera no era cualquier país—, en el nuestro hubo excesos represivos contra aquella comunidad. Y no fue hasta mi ingreso en la enseñanza superior, muy lejos de mis padres, en la antigua Unión Soviética, que pude dejarme crecer el pelo hasta los hombros. Mi hijo, en cambio, siempre lo ha usado a su manera, a veces largo, a veces corto, como ha querido.
Pero quiero rectificar un malentendido: durante el transcurso de la semana, los alumnos de la Secundaria nos enterábamos (el rumor era tan exacto como cualquier noticia de la prensa) de cuáles serían las fiestas de 15 en las que tocaría alguno de los grupos de rock de la capital. Ninguno era reconocido de manera oficial, no aparecían en la televisión o en la radio, ni interpretaban canciones propias, solo imitaban a los grandes grupos anglosajones de rock de la época y cantaban en inglés sus éxitos. Recuerdo los nombres de tres agrupaciones de ese corte: Los Kent (que duran hasta hoy, ya profesionalizados), Los Almas Vertiginosas y Los Sesiones Ocultas. El rock anglosajón —asociado únicamente a la enajenación y la droga— era entonces valorado como una forma de distorsión ideológica en los jóvenes. Sin embargo, esos grupos no eran clandestinos, como algunos autores se complacen en repetir.
Para realizar una fiesta escandalosa en aquellos años —y no cabe dudas de que tener a un grupo de estos dentro de la casa, clasificaba en este rango—, había que solicitar un permiso en la Estación de Policía más cercana, usualmente expedido hasta las 12 de la noche, aunque si se trataba de unos 15 o de una boda, las autoridades solían hacerse de la vista gorda hasta la una, poco más o menos. Es decir, que cada fin de semana se realizaban al menos uno o dos conciertos “privados” de rock en la ciudad, que no solo conocían todos los adolescentes y jóvenes (y sus padres), sino además las autoridades locales y muy especialmente los vecinos. El precio que los dueños de casa pagaban por traer a casa a esos intrépidos intérpretes oscilaba entre los 800 y los 500 pesos cubanos (entre 32 y 20 cuc, según los cambios de hoy, aunque en aquella época el dinero parecía sobrar).
Lo cierto es que los sábados salíamos a la caza de fiestas a las que no habíamos sido invitados, y a las que intentábamos entrar de cualquier manera. Algunos padres de quinceañeras imprimían invitaciones y colocaban parientes en la puerta de sus viviendas para controlar el acceso que casi siempre era burlado, con paciencia y perseverancia. ¡A cuántas fiestas-conciertos asistí en aquellos tres años de Secundaria! Mi hermana, enferma de nacimiento, tuvo sus 15 rockeros: mi padre ahorró con esfuerzo el dinero necesario para contratar a una banda que tocó durante dos horas en el comedor de la casa. Creo que los vecinos de la cuadra debieron haber sentido el retumbar de aquella música “endemoniada”, como si los músicos tocaran estuviesen dentro las suyas; ese, realmente, no puede ser el significado de la palabra “clandestino”. Entre fiestas, novias y fugas de la escuela durante el receso de media mañana, para bañarme en las aguas del Malecón habanero, mi destino quizás hubiese sido otro. Sin embargo, el décimo grado lo inicié en la Escuela Vocacional Lenin y las cosas cambiaron. Pero ya esa es otra historia.

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