miércoles, 11 de enero de 2012

Dos historietas convergentes

El pasado 8 de enero, mi padre, ya fallecido, hubiese cumplido 85 años. Periodista, abogado y economista, pudo haber hecho carrera como escritor, pero la Revolución y sus hijos lo absorbieron de tal manera, que solo en los años finales de su vida dio a conocer algunas viñetas compuestas durante su intenso paso por la redacción del periódico Revolución. Esta, en específico, apareció muchos años después, en el No. 5 (2006) de la revista Contracorriente, que yo dirigía. Quiero compartirla con ustedes.
Enrique J. Ubieta Lloréns
Historieta de la libertad de prensa
La Habana, despuntar de la década del 50. Estoy frente a Ángel Rafael (ojos enrojecidos y semi cerrados, voz ronca, lenta, cara manchada. Pero es bueno: pensó en mí), director del periódico de la calle Virtudes. Ángel Rafael me advierte: no tendrás plaza fija. No hay o no quieres. No importa mientras puedas cobrar. Sustituirás a los periodistas ausentes por vacaciones o por lo que sea…, si hubiera alguno ausente, lo que no ocurre siempre. Llamarás todas las noches, a las siete. Te diremos entonces. Si alguien no trabaja, tu trabajas. Nunca trabajarás sin interrupción tres, seis meses, no sé. Habrá que averiguar con la administración. Nunca, aunque la redacción esté vacía. Transcurrido ese tiempo entrarías por ley en la plantilla. Y no hay plazas, o no quieren. No importa. Harás siempre la guardia hasta el cierre. Cuatro de la mañana. No se rotará. Eres el novato, recuerda. Además, eso te ayudará porque los otros querrán que tu trabajes siempre. Después, una vuelta por la imprenta. Una ojeada a las galeras, a las planas, a las pruebas, y te pierdes. Hasta la siguiente llamada a las siete. A medianoche siempre salgo a cenar con amigos. Alguna vez te llevaré, no todas. Ceno algo, tomo un poco y regreso para el editorial. Se lo dicto a Felipe, mi secretario. Nunca de corrido porque me rinden el cansancio y los tragos y me quedo dormido. Cuando despierto, llamo de nuevo a Felipe y retomo el hilo. Y así hasta que termino. Peraza es el jefe de información. Es tu jefe. Él te dirá qué hacer. Vete ahora.
Peraza está huraño. Dice Felipe que se pasa su jornada telefoneando a su mujer. Cuatro o cinco veces cada madrugada. Que por su prontitud en contestar, el tono de su voz, el ritmo de su respiración, Peraza adivina y queda tranquilo o huraño. Hoy que empiezo, estoy fatal, porque Peraza está huraño y me grita que me siente en algún lugar. Que me avisará. Mientras, me dedico a observarlo todo. Felipe me ayuda. Pasa un hombre flaco, largo, estirado, en traje y corbata. Tiene maneras. ES el cronista social y le dicen el Tieso. Veo que entrega un trabajo y se marcha. Cerca está tecleando con fuerza un mulato bajito, relleno, nervioso, que muerde un trozo de tabaco apagado. Es Pechuguita. A su lado, una botella medio vacía moviéndose al compás del teclado. Sus crónicas son famosas, comenta Felipe. Dice que una comenzaba así: “Hasta mi mesa llegan un hombre y un chino…”; y que en otra escribió: “Ella, aunque divorciada, es una mujer decente”. Las cartas de protesta llovían, pero la dirección del periódico no hacía caso. Al contrario, porque las cosas de Pechuguita aumentaban la circulación, que es lo importante.
Peraza al fin me avisa. Ahora parece tranquilo. Una buena llamada, pienso yo. Me encarga una nota necrológica. Es importante, me advierte, porque el hombre era amigo de la casa. Buen anunciante. Me llevo los datos y escribo un tercio de cuartilla. Peraza me lo rechaza: muy pobre, muy pobre… Le añado cosas, epítetos. Como nadie sabe si tenía esposa, hijos, pongo algo vago: la familia consternada, porque alguien debió de tener. Y logro media cuartilla. Peraza me mira incrédulo y llama a Pechuguita, ¡ahora verás! Y Pechuguita se pone a teclear y no para y ya va por una cuartilla y sigue y hay que sacarle el papel porque en la imprenta están esperando. Pienso que Peraza hablará de esto con Ángel Rafael y me preocupo. Una segunda oportunidad: un crimen pasional y Peraza me encomienda el trabajo. Voy con el fotógrafo. Allí, en el Necrocomio, está ella. Cosida a puñaladas, explica el forense. Es joven. Parece de mármol. Tomo datos: nombre, edad, móvil, autor. Preparo después con cuidado un reportaje. Pero apenas dice algo. Es ridículo, me doy cuenta. Las fotos en cambio impresionan, hacen llorar. La gente tiene que quitar la vista. Mi crónica es solo sobre una muerte. Las fotos describen el drama en su íntima crudeza, con su sangre, sus gritos. ¡Y eso es lo que vende!, me grita Peraza, ¡lo que se vocea en la calle! Y apunta con su brazo estirado a través de la ventana. El jefe está huraño, no sé si por mi reportaje o por su último telefonema. O por ambas cosas, puede ser, porque lo noto más huraño que de costumbre. Y, claro, termino como redactor de mesa. Haciendo lo que nadie quiere: reduciendo a dos, tres cuartillas, según el espacio disponible, las sesenta y tantas páginas mimeografiadas de noticias que diariamente envían de Palacio. Propaganda gubernamental sin decoro. Las instrucciones de Peraza son precisas: siempre mencionar no menos de un par de veces por cuartilla al Honorable señor Presidente de la República, doctor Carlos, etc… y otras tantas a la Primera Dama, la distinguida señora Mary, etc…, que siempre es además gentil o encantadora o cualquiera de esos calificativos que le robo al Tieso.

Historieta de las elecciones libres
Don Federico es un personaje madrileño, bonachón e indiscreto. A su paso por La Habana había comentado que la Alcaldía de Madrid era tradicionalmente un cargo muy disputado entre los políticos porque es la antesala de un ministerio. Pero Antonio, aquí en La Habana, no quiere un ministerio porque él ya es ministro y hermano del presidente, además. Él quiere la Alcaldía por otra razón también comprensible: es la segunda posición política del país. Nada lícito y sobre todo, ilícito, puede hacerse en la ciudad sin la complicidad gratificada del alcalde. Y en La Habana hipertrofiada están los negocioas, los burdeles, los casinos, la droga, la vida misma. Pero sucede, le dice Antonio a su hermano Carlos, que por esas mismas razones, Nicolás, el bello Nicolás, también quiere la Alcaldía. Y el bello Nicolás y su embrujadora esposa morisca de ojos acaramelados hacen una pareja irresistible. Adolescentes, niñas casi, señoras elegantes casadas o solteras, y mujeres de vida turbia se sonrojan ante el bello Nicolás. Y los hombres del gran mundo y hasta los hampones se agitan con las cautivadoras miradas de la morisca. Y ese poder combinado, su gran plataforma electoral, no puede ni con mucho, ser contrarrestado por Antonio, no hay más que mirarlo. Y a escasas semanas de las elecciones esto es muy peligroso, como se palpa ya en la calle. Bien, dice Carlos en frase casi bíblica, no está en nuestras manos hacer la belleza, pero te la alquilaremos. Y el senador Paco, hermano mayor que maneja con soltura estos asuntos, queda encargado. Los chulos serán comprados y el río dorado llegará hasta las matronas, las meretrices emplantilladas y las prostitutas por cuenta propia. Sólo deberán simular que Antonio también es bello, aún más bello, y el dinero que es dinero ligero, porque es dinero público, rodará y rodará.
El efecto es inmediato. Al menos en los papeles. Antonio aparece en los pronósticos con varios puntos por encima. Casi ganador ya, dice él con risa que muestra las encías. Pero Paco, el experimentado, duda porque el bello Nicolás continúa con sus sonrisas y la embrujadora morisca con sus miradas. Y al fin llegó el día. Y queda demostrado que la belleza es la belleza, aún en su manifestación política…, cuando no hay otra cosa que belleza. Y que, por hambre, una mujer puede dejarse querer por hombres repugnantes, mentir a los encuestadores y aceptar tratos impúdicos. Puede. Pero en el secreto de una cabina es lícito traicionar a quien la compra. Hay dignidad en ese engaño y también purificadora redención. Y el dinero desaparece y el bello y la morisca arrollan y Paco atiende un compromiso privado con las mulatas de Tropicana y Antonio se queda en su antesala, y Carlos, siempre tan cordial, sin embargo se enfurece esta vez y jura venganza.
La venganza de los tres hermanos tendrá ribetes moralizantes, además. En política eso ayuda. Se desmantelará el barrio de Colón, la más extensa y popular zona de tolerancia de La Habana, con sus chulos guapetones y sus putas de a peso. La lesión será grande y los afectados intentarán represalias. Es gente peligrosa, si lo sabrá Paco. Habrá que buscar un hombre audaz para que se haga cargo, porque el ministro en funciones está espantado. No está para esas moralidades. Y aparece Luzberto. Como pintado. Y el barrio más famoso de La Habana se ve de pronto invadido por policías, coches perseguidores, coches-jaula, ambulancias, bomberos, camiones de mudanza. Y aparecen mujeres semidesnudas y mujeres vestidas y mandonas, hombres hoscos, blúmeres negros y con encajes, senos, espejos, velos rosados, palanganas, tibores, camas desvencijadas, butacas de hule, marines. Y se oyen amenazas, palabrotas, golpes, disparos, quejas, gritos, monta coño, la puta es tu madre. Y llegan después dueños de casas, albañiles, carpinteros, pintores, muebles bonitos, amas de casa, cuadros de abuelas, jubilados, cunas, perros con collarines… Y a partir de entonces, el elegante y tranquilo hogar de Luzberto queda bajo custodia policíaca. Y la familia protegida. Las veinticuatro horas de todos los días.

La convergencia de las libertades
Ángel Rafael pasa a mi lado y me dice: ¡vamos! No pregunto. Dejo todo y lo sigo. Van también Alonso, que tiene cargo, Felipe y el chofer. Nos apretamos en el automóvil negro y recorremos algunos centros nocturnos. Se cena ligero, pero se toma fuerte. Y súbitamente, en una calle oscura un coche perseguidor nos cierra el paso. Ángel Rafael inicia una frase, pero luego calla y mira con desprecio. Alonso y el chofer protestan. Inútil. Todos para la estación. Bajo sospecha, porque cinco hombres a medianoche, en un carro negro pasando sigilosamente cerca de la casa de Luzberto, da para pensar. Y las órdenes son las órdenes… En la Estación algunas llamadas telefónicas lo aclaran todo. Y se repiten disculpas serviles… ¡No hemos querido!, y el capitán le sonríe a Ángel Rafael, ¡usted comprenderá! Y le pasa tímidamente el brazo por encima del hombro y lo acompaña hasta el automóvil, ¡pueden continuar su juerguita! Y le grita a los policías responsables que se aparten. Y al cabo regresamos al periódico. Y Ángel Rafael seguido de Felipe, entra en su oficina para el editorial, que ha de estar calentito. Y yo me acerco a Peraza, que no parece huraño, y recojo las sesenta y tantas cuartillas y las resumo malamente en una y pico porque todavía estoy mareado. Y me voy quedando solo. Y a las cuatro de la mañana paso rápidamente por la imprenta y al fin, salgo al aire fresco de la calle Virtudes. Mis dos siguientes llamadas de las siete de la noche resultaron infructuosas. O todos trabajan esos días o yo llevo demasiados trabajando ininterrumpidamente. Pero al tercer día alguien falta y yo trabajo. Tan pronto llego, Felipe me lleva aparte. Hay revuelo, se nota. Dice Felipe que la oposición se enteró del incidente y está organizando un acto de desagravio a los periodistas detenidos y de protesta por el atentado a la libertad de prensa. Ángel Rafael hablará en nombre de los conculcados. Se exigirá del gobierno pleno respeto a los derechos civiles. La cosa está cogiendo vuelo, añade Felipe. Y efectivamente, los políticos ya están convocando a la prensa nacional. Habrá cartelones y altavoces. Esa noche –me entero también por Felipe– el presidente Carlos telefonea personalmente a Ángel Rafael. Y hablan así, más o menos:
        Tú sabes que no hubo intención. Ellos quieren aprovechar la ocasión para atacarme. El ambiente está caldeado.
        Lo comprendo, Presidente. No tengo quejas personales contra usted, pero nos identificamos y nos detuvieron.
        Fue un error, Ángel Rafael. Esos estúpidos ya fueron trasladados para algún rincón de Oriente. Te pido que declines ese homenaje absurdo. Jamás hemos atacado la libertad de prensa. Para nosotros es sagrada, tu lo sabes…
        Presidente, le prometo que haré cuanto esté a mi alcance para que el acto se suspenda. Pero si se insistiera no podría desairar a mis colegas…
Cuatro de la tarde. La sede de los periodistas de la calle Zulueta está colmada y quedan asistentes afuera. Como se trata de la libertad de prensa, que equivale casi a la libertad de expresión, y hay micrófonos y fotógrafos, todos quieren hablar: ¡yo vengo en representación de...” Pero ya están escogidos los oradores y cerrará Ángel Rafael. El acto toma más de tres horas. Se comienza hablando de las libertades pisoteadas para pasar enseguida a los desmanes del gobierno, a la corrupción política, a la figura sin prestigio del presidente, al caos existente en el país, a la necesidad de renovar las figuras, a los méritos de los candidatos opositores… Y desde su nueva ubicación en algún lugar perdido de Oriente, uno de aquellos olvidados policías se queda paralizado frente a su aparato de radio con una mueca congelada en su boca hasta que el recuerdo rompe el hechizo y le grita a su mujer:
        ¡Oye, Juana, todo eso es por mí!
Hoy llego tarde y Peraza me está esperando con huraña impaciencia. Nuevas instrucciones, me dice. En lo adelante, reducirás las noticias de Palacio a una sola cuartilla, cuando más. Y nada de Honorable y esas cosas. Si fuera necesario, fíjate bien, absolutamente necesario, te referirás a él, solo como el Presidente. Así, escueto, sin nombre siquiera. Y de la mujer, nada. Bórrala. No existe. ¿Estamos? Y me entrega el montón de hojas mimeografiadas. Esto me intriga y recurro a Felipe. La administración está furiosa, me aclara. Palacio ha recortado a la mitad la asignación a la empresa. Parece que por el acto. Si esto no se resuelve puede ser perjudicial para nosotros, sobre todo para ti que no estás en nómina. Los muchachos también están nerviosos porque quizás el recorte llegue hasta las asignaciones personales.
Y comienza así una lucha entre la libertad de prensa y el presidente que la transgredió. Yo hago mi parte, pero al Tieso le toca lo peor. Debe también olvidarse de la Primera Dama y esto hace amargo daño a la víctima y al victimario. Ella no aparece más en la relación de asistentes a recepciones encopetadas ni figura entre las patrocinadoras de tómbolas caritativas. Pero lo más cruel, lo inhumano es el rejuego con las fotos de la crónica social. O bien se publican aquellos grupos en los que está ausente la esposa del presidente, o bien, en un alarde de refinamiento del arte del periodismo, su imagen es recortada en un extremo de la foto de modo que sólo se vea una mitad reconocible de su cuerpo. O, aún peor, aparece su figura, pero es omitido su nombre en el de izquierda a derecha del pie de grabado. Es mucho para la Primera Dama y de rechazo, para el presidente. Pero lo es también para el Tieso que comienza a ver afectadas sus gratificaciones por más que envíe recados discretos alusivos a su inocencia.
Y así, hasta que el Poder Ejecutivo se rinde al peso de la letra de plomo. La asignación se restablece, el periódico y sus periodistas disfrutan otra vez de sus recursos, se perdonan las traiciones y el ambiente se relaja.
Todo es fiesta en la redacción. Veo sonreir al Tieso por primera vez. Pero no es una sonrisa de triunfo, sino de alivio. A Pechuguita se le encomienda otra de sus crónicas. Pero esta vez será revisada porque va para la primera plana (a tres columnas y títulos de cuarenta puntos), y el entrevistado es un personaje del gobierno. Peraza, el único huraño en la redacción, me rectifica las instrucciones: ¡todo como antes, muchacho! Y esa noche amplío nuevamente el resumen. Menciono varias veces al Honorable, con nombre completo y doctorado, y aseguro que la Primera Dama está más bella que nunca…
Llovizna cuando me marcho, ya amaneciendo. Los pocos transeúntes corren a protegerse. Pero yo camino despacio, como en las películas, porque me siento importante.

1 comentario:

  1. Creo que su padre hubiera sido un gran escritor... el texto tiene imagenes deliciosas, salidas ocurrentes, se nota un pulso. Escogió la Revolución y ahí dejó una obra, en lo que hizo... en usted mismo; pero después de leerlo nos quedaremos siempre con la duda de cuánto pudo haber hecho en la literatura.

    ResponderEliminar