miércoles, 17 de agosto de 2011

Estar allí entonces. La Escuela Lenin.

Vivienda del escritor cubano Félix Pita Rodríguez (al centro). El segundo, de izq. a derecha, es Gregory Randall, le sigo yo, a mis dieciseis o diecisiete años.
Entre los "libros libres" que Rebelión ha situado en la red, aparece desde hace algunos días uno que lleva por título Estar allí entonces. Recuerdos de Cuba 1969 - 1983. Su autor es Gregory Randall, norteamericano de origen, hijo de la poeta, ensayista, traductora y fotógrafa Margaret Randall, cofundadora en México de la renombrada publicación El Corno Emplumado. Su familia tuvo que establecerse en Cuba después de la brutal represión de la Plaza de Tlatelolco. A Gregory lo conocí en la redacción del periódico de la Escuela Lenin, donde ambos estudiamos, y fue –a pesar de ser dos años menor–, parte de nuestro grupo literario. En el apartamento vedadense de su mamá, escuché en silencio a personajes como Eduardo Galeano y Alí Primera, que solo algunos años después pude valorar en su justa dimensión. Pero la sed de conocimientos nos llevaría entonces a los hogares de Félix Pita Rodríguez, Mariano Rodríguez, Eliseo Diego, Dora Alonso, Gaspar J García Galló. No había vuelto a saber de Gregory (le llamábamos Goyo). Este libro me ofrece la alegría de saber que no reniega de los años vividos en Cuba, y que, aún desde la necesaria perspectiva crítica, sigue amando a Cuba y a su Revolución.

Gregory Randall
Fragmento del capítulo "La Lenin"
Poco a poco los cubanos fueron construyendo un sistema escolar diversificado. Había escuelas secundarias en la ciudad, a la que los chicos iban durante unas 4 horas al día, y existían también las llamadas «Escuelas al Campo» que estaban esparcidas por todo el país. En algunas regiones cada dos o tres km había una, rodeada de plantaciones donde trabajaban los estudiantes. El «principio de la combinación del estudio y el trabajo», que impregnaba todo el sistema escolar cubano,
significaba en ese caso que los chicos estudiaban media jornada y trabajaban en la agricultura la otra mitad del día. En general eran jornadas de 3 ó 4 horas, no muy exigentes pero que iban formando la disciplina y nos enseñaban ciertas habilidades. Había también escuelas deportivas donde los jóvenes con mayores potenciales atléticos se iban formando con más rigor como deportistas de alto rendimiento y escuelas artísticas dedicadas a la danza o a las artes plásticas. Los
principales cuarteles militares del país habían sido convertidos en ciudades escolares. Florecían las escuelas por todos lados.
Cuando estaba terminando la primaria me enteré de que existía una escuela «vocacional» llamada Vento. Era algo así como una escuela con mayor rigor académico a la que se accedía por expediente y donde se suponía que los niños podían desarrollar mejor sus respectivas vocaciones.
La entrada era muy selectiva: había un número pequeño de lugares por región y se concursaba según las calificaciones de primaria para lograr el ingreso. Sarah, que entró un par de años después, fue la única que lo logró en su escuela. Conseguí entrar allí. Era el primer año de mi educación secundaria y seguía becado. Esta escuela estaba también en casas recuperadas como las de mi beca anterior, pero en la zona de Marianao. Había algunos cambios en la vida cotidiana. Ahora teníamos varios profesores en vez de un maestro y el trabajo manual se convertía en una actividad cotidiana. Me tocó trabajar produciendo artículos deportivos.
Ese año hice redes de baloncesto y pelotas de béisbol. Las redes las tejíamos con una cuerda gruesa enrollada en una agujeta que utilizábamos con habilidad para hacer los nudos. En los ratos libres intercambiábamos con algún amigo un nuevo punto de macramé. Las pelotas de béisbol tenían un corazón de trapo que apretábamos con fuerza entre nuestras pequeñas manos mientras enrollábamos una cuerda fina en todas direcciones. Un molde y un martillo de madera nos permitían darle una forma lo más esférica posible antes de coser algo parecido a una piel que las cubría. En los dormitorios había una disciplina cercana a la militar. A veces marchábamos en formación y cantábamos al paso: «¡sólo los cristales se rajan, los hombres mueren de pie y nosotros los pioneros moriremos como el Che!».
En la televisión pasaban en esos días una serie cubana que nos fascinaba. Se llamaba Los comandos del silencio y estaba basada en las acciones de los Tupamaros en Uruguay. La música de fondo era una canción compuesta por Sara González e interpretada por Silvio Rodríguez. Mientras un combatiente se preparaba para salir a un contacto o a una acción de guerrilla urbana se escuchaba la canción de fondo: «un hombre se levanta, temprano en la mañana, se pone la camisa y sale a la ventana, un hombre simplemente...». Cada episodio narraba una acción real que había sucedido poco antes en el Uruguay. Ese año estuvimos en Vento mientras se construía nuestra futura escuela: la escuela Lenin, que sería el buque insignia de la educación cubana. Fue equipada por la URSS que donó laboratorios y mobiliario.
En realidad era una verdadera ciudad escolar para 4.500 alumnos, todos becados. Había además cientos de profesores y funcionarios, muchos de los cuales también dormían allí. Estaba formada por numerosos edificios dedicados a dormitorios y un conjunto de instalaciones deportivas y culturales impresionante: decenas de laboratorios de física, química, biología e idiomas; salas acústicamente acondicionadas para el aprendizaje de la música, dos piscinas olímpicas de 50 metros, un tanque de clavados, terrenos de baloncesto y voleibol, canchas de béisbol y de tenis, pista de atletismo, tres museos, varias salas de teatro, un gimnasio formidable. La escuela estaba ubicada cerca del nuevo jardín botánico que incluía zonas con plantas típicas de los distintos continentes y cerca también del Parque Lenin formado por 50 hectáreas de pasto ondulado con restaurantes, juegos infantiles, palmeras y bambú y que se iba convirtiendo en uno de los lugares de esparcimiento preferido de los habaneros.
La escuela Lenin incluía a estudiantes desde séptimo hasta terminar la educación media. En ella funcionaban decenas de círculos de interés: desde espeleología hasta astronomía, pasando por química o televisión. Cada círculo de interés poseía equipamiento para que los niños pudieran aprender experimentando. Los que estábamos interesados en periodismo teníamos nuestro propio periódico, el Juventud de Acero, que escribíamos, editábamos y publicábamos nosotros mismos. Los muchachos de vela tenían acceso a un velero para navegar en él y los de espeleología tenían el equipamiento necesario y salían en expedición a explorar cavernas.
Para cumplir el principio de la combinación del estudio y el trabajo la escuela contaba con varias facilidades: estaba rodeada de campos sembrados con cítricos, papa, tomates y otras hortalizas que eran cultivados y cosechados por los alumnos. El producto de esas huertas formaba parte de nuestra dieta. Se levantaba también una verdadera zona industrial al lado de la escuela donde los alumnos producíamos pilas, radios, centrales telefónicas y las primeras computadoras cubanas, las llamadas CID-201-B.
La construcción de la Lenin era una obra importante y una de las que Fidel seguía de cerca. Luego, ya inaugurada, aparecía a cada rato con algún visitante ilustre para mostrarle con orgullo las instalaciones.
Así vi al líder soviético Leonid Brézhnev, que la inauguró durante su visita a Cuba, y a François Mitterrand, que era aún candidato socialista a la presidencia de Francia. Toda clase de personalidades nos visitaba, incluyendo muchos artistas que venían a Cuba a conocer el proceso revolucionario y solidarizarse. Frecuentemente teníamos algún concierto
gratuito en la escuela por parte de músicos o cantantes de primera: desde Los Van Van y los Iraquere hasta Paco de Lucía, Joan Manuel Serrat y Roy Brown entre muchos otros. Recién terminados los edificios nos mudamos a vivir allí y pudimos ver a varios de los mejores pintores cubanos haciendo murales gigantes en las paredes de la escuela. Era un privilegio verlos trabajar y luego correr por esos pasillos y estar rodeados por esas obras.
Mientras cursaba mi séptimo grado, aunque estábamos viviendo en Vento, los futuros estudiantes de la Lenin ayudamos a construir la nueva escuela con nuestras propias manos. Recogíamos piedras, trasladábamos cosas en largas cadenas humanas, pintábamos. Cada uno hacía lo que podía bajo la dirección de los albañiles. Luego inauguramos la escuela y fuimos los primeros en ocuparla, eso nos daba un sentimiento de pertenencia muy especial y un gran orgullo.
La escuela era un monstruo difícil de manejar. ¿Cómo controlar la disciplina de 4.500 alumnos internos?, la extensión física ya era un problema, ¿qué decir de las hormonas juveniles y la disciplina? Había además un equipamiento material que era precioso y que había que cuidar. La piscina, por ejemplo, tenía baldosas que se suponía no debían ser pisadas con zapatos. Atravesar por la piscina evitaba un rodeo de cientos de metros para ir de los dormitorios a las aulas, así es que muchos pasábamos igual. Muy pronto pusieron un cuidador cuya función principal era evitar que cruzáramos con zapatos. Le decíamos Olivito por su ropa militar verde olivo. Era un típico guajiro, de los que había ganado todo con la Revolución. Seguramente había aprendido a leer y escribir ya adulto, durante la campaña de alfabetización, y con gran dificultad escribía en una libreta los nombres de quienes atrapaba cruzando por la piscina con zapatos. En la lista de transgresores que entregaba a la dirección nunca faltaban los Shakespeare. Esas burlas quizás simbolizaban la diferencia entre la generación que hizo la revolución y la que disfrutaba de sus beneficios.
Las autoridades intentaron de todo para mantener la disciplina: desde llamados a «la conciencia que todo joven revolucionario debía tener» hasta intentos de introducir una disciplina casi militar. En un momento decidieron darnos unos carnés que había que llevar siempre encima. Por cada falta cometida nos ponían un reporte en el carné. Cada cierto tiempo los que habían acumulado un cierto número de faltas pasaban a «consejo de disciplina». Una vez un profesor me encontró conversando con Dulce, que en ese tiempo era mi novia. Estábamos tomados de las manos en los bajos de su albergue. El profesor nos regañó y ordenó que la chica subiera a su dormitorio. Yo la acompañé a la escalera y le di un beso de despedida. Eso fue suficiente para ganarme un reporte en el carné.
Los edificios eran de 4 pisos y tenían dormitorios reservados para muchachos o para muchachas. En cada piso había una pequeña sala de estar con algunos asientos y un televisor y luego un largo espacio rectangular donde las camas se organizaban en 6 hileras de 5 literas cada una. Dos hileras enfrentadas formaban un espacio que podría llamarse un «cuarto» para diez personas. No había separación material con el resto del dormitorio, simplemente las literas de las filas 2 y 3 estaban muy pegadas, así como las de las filas 4 y 5. Uno podía caminar por el «pasillo» que se formaba entre las hileras 1 y 2, 3 y 4, 5 y 6. Cada litera tenía al lado un mueble con un espacio para colgar ropa y un pequeño cajón para guardar los objetos personales. Al fondo del dormitorio teníamos un amplio baño con varias duchas en un espacio común, así como lavamanos y excusados. Un sistema de tuberías comunicaba una fábrica de vapor que alimentaba los comedores con los baños de modo que teníamos un lujo raro en la Cuba de entonces: agua caliente.
En los albergues dormíamos solamente alumnos. Los profesores encargados de la disciplina aparecían a veces. Un sistema de audio ponía música indirecta o pasaba anuncios. A las seis de la mañana nos despertaban con música y teníamos algunos minutos de ejercicios matinales. Cuando apagaban la luz para dormir, a las 10 de la noche, no faltaba quien seguía charlando con algún amigo. A veces uno escuchaba un verdadero murmullo de los que hablaban dormidos. Varios
se iban al baño a jugar dominó mientras alguno vigilaba para ver si se acercaba algún profesor. En tiempos de intentos disciplinadores esas pequeñas faltas podían tener consecuencias importantes. Cuando descubrían que en el albergue había barullo no faltaba algún imbécil que nos levantaba de madrugada, nos hacía formar en el patio y preguntaba quién era el que estaba hablando. Ante la ausencia de respuesta aparecía la conocida frase: «¡pagan justos por pecadores!» y nos ponía a marchar: «¡uno, dos, tres, cuatro; uno, dos, tres, cuatro!». Nosotros cantábamos por lo bajo: «¡uno, dos, tres, cuatro: comiendo mierda y rompiendo zapatos!». Esos excesos de disciplina iban provocando acumulación de bronca y a la vez nos iban enseñando ciertas cosas. No eran realmente brutales pero molestaban bastante. Nuestro tiempo estaba reglado por las numerosas actividades que teníamos pero no estaba saturado por ellas. Teníamos clases unas 4 horas al día y otras 3 eran de trabajo. El resto del tiempo quedaba bastante libre y había muchas actividades para hacer: leer en la biblioteca, participar en los campeonatos de ajedrez o de ping-pong, practicar deportes, participar en las actividades propias de los círculos de interés, simplemente jugar o sentarse a tomar sol y a pensar.
En lo que respecta al trabajo a mí me tocó trabajar en los cítricos, deshierbando con guataca o con machete. Durante dos años fui designado a trabajar en la escuela misma. Primero formé parte de la cuadrilla que ayudaba a los plomeros en los arreglos de los baños y luego me tocó limpiar una sección de la zona de salones de clases. La norma que nos imponían nunca era exagerada. La idea no era explotarnos sino que aprendiéramos a trabajar. Me di cuenta rápidamente
de que podía hacer mi parte en una hora y dedicar el resto del tiempo a lo que quisiera. Convencí de ello a mis amigos y a partir de entonces nos dedicamos a terminar la limpieza rápidamente para ir a leer a la biblioteca. Ese año estuvo marcado por lecturas de novelas de aventuras, de horror y policiales: Salgari, Verne, Simenon, Conan Doyle, Maurice Leblanc y Poe.
Al año siguiente me tocó trabajar en la cocina de uno de los dos comedores. Era una verdadera industria que producía 3.000 raciones en cada turno. Yo era el ayudante del pinche del cocinero encargado del arroz. Luego de un tiempo cada uno de los tres se ocupaba de una marmita gigante, que producía varios cientos de raciones de arroz. El vapor pasaba por el doble fondo de la marmita antes de seguir camino hacia los baños en los dormitorios. Otros amigos pelaban papas o separaban las piedras de los chícharos o del arroz.
El deporte estaba siempre presente. Cuba empezaba ya a perfilarse como potencia deportiva mundial. Recuerdo las Olimpíadas de 1972. Todos mirábamos en los televisores a boxeadores como Garbey, Correa o Stevenson que ganaban campeonatos mundiales y olímpicos y cuando Silvio Leonard corría los 100 metros todo el mundo vibraba con él.
Tiempo después Cuba invitó a la selección de vóleibol del Japón, que era campeona del mundo, para que pasara una temporada. Estuvieron practicando unos días en el gimnasio de nuestra escuela formando a las cubanas en ese deporte y nosotros nos asomábamos a mirarlas trabajar. Años después Cuba desbancaría a Japón, sería campeona mundial y comenzaría un largo periodo de supremacía cubana en ese deporte.

1 comentario:

  1. Solo una pifia, Un hombre se levanta, es de Silvio y lo cantó Sara. Leerlo me hizo que anoche visitara en sueños la beca.

    abrazo,

    José

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